Cuando
tuve conciencia de mi abuelo Mipa, ya pasaba el día en la casa de
tablas y pencas de palma, en un pueblito en las afueras de la ciudad
de Camagüey. La caminata de la parada del hospital psiquiátrico al
confín de Las Cruces nos parecía interminable a mi hermano y a mí,
hasta que nos volvía la curiosidad con el asomo de las primeras casitas, después de un kilómetro yermo
a ambos lados del terraplén.
La
mayoría de las veces estaba como esperándonos, sentado en el
taburete que recostaba en el portal. De mañana podíamos encontrarlo
buscando la leche o desyerbando el platanal de machos, a un costado
de la entrada. Por economía del espacio enredaba las matas de frijol
en la cerca divisoria con la propiedad de los Ochoa, y había fiesta
si descubría un ñame, su cosecha de la paciencia.
Mi
abuelo Mipa era un hombre de silencio, el complemento perfecto para
mi abuela Mima, la mujer más habladora que he conocido. Él reía o
callaba mientras ella recordaba las peripecias de su vida, desde
jovencita como empleada de servicio en haciendas de ricachones, hasta
las casi interminables mudanzas en el reacomodo del hogar cuando ya
sumaban once hijos.
De
Mipa sé muy poco. Fue camionero en un contingente de la construcción
y no estoy segura si ejerció de carpintero, aunque conocía los
secretos del oficio, porque todos los muebles de entonces salieron de
sus manos. Por exceso de modestia, tal vez pensó que no tenía nada
interesante que contar, o prefirió enmudecer los desgarramientos de
la existencia.
Su
silencio escandaloso le llevó a ocultar tantos dolores del cuerpo,
que cuando habló ya era demasiado tarde. Hoy hace diez años que
Mipa se nos murió, ya en otra casa, sin matas de plátanos, sin
ñame, y donde la sombra nacía de una salvadera. Seguía con el
azadón, pero desyerbando el jardincito.
Mima
hace el mayor de los esfuerzos, contra lo humano posible, para que no
se note su ausencia. Sigue contando historias por los dos, igual que
por los dos me ha leído en el periódico y me ha visto por la
televisión, lo que tanto anhelaba Mipa para cuando me hiciera
periodista. Por las vueltas de la vida, soy yo quien lo mira y lo
encuentra cada día en los ojos de mi hija.