Candita Batista, la Vedette Negra
de Cuba, acaba de cumplir 99 años. A ella le debo mi entrevista inicial, cuando por un ejercicio de clase debí tocar la primera puerta. A la vuelta de los años
retomé aquella experiencia periodística
y humana, como un desafío a la memoria. Reconstruyendo ese momento, cinco años atrás, nació este
texto, hacedor de alegrías para mí, que hoy he querido regalarme...
A la casa de Candita Batista llegué
con el escalofrío en el cuerpo por uno de esos ejercicios académicos
que te remueven la vida. Debía descubrir el alma de la diva con los
rudimentos de pocas semanas en la universidad, como estudiante de la
carrera que casi todos desean y encuentran bonita. Como en las
telenovelas, toqué la puerta número dos de la calle Cristo con las
ganas de salir corriendo.
Ella abrió con su sonrisa. Su imagen
proyectaba altura e inmensidad. El blanco de los ojos propiciaba el
contraste casi perfecto con el cuerpo ébano. Hacía rato pasaba de
los 80 y ninguna arruga asomaba al rostro, por un secreto tan
sencillo como el cuidado de lavarlo con agua fresca antes de dormir.
Tres o cuatro llaves colgaban del cuello.
La sala está amueblada sin lujos,
sólo unos balances de madera, algunas sillas y muchos diplomas.
Tiene la imagen del Che Guerrillero de Korda, otra de José Martí y
fotos que cuentan la historia de esta mujer sin revelar las
privaciones juveniles, cuando los bolsillos del hogar no pudieron
pagarle los estudios universitarios, aunque su padre decidió
empeñarse, si era preciso, por su educación artística. La niña
Cándida Alicia Batista Batista tenía el don: “Nací con la
música”.
Candita debutó en 1936 en la Sociedad
Victoria y fue la primera mujer en Camagüey que cantó acompañada
de una orquesta. Luego aumentó la fama con las incursiones en el
filin y al regresar de México, sin obviar La Habana, trajo el
sobrenombre de la reina de la música afrocubana.
Ahora busca en una cajita de metal, de
esas que tienen dibujada en la tapa “rescata un poquito de ti”,
unos paqueticos de té, revueltos entre aretes, un prendedor sin
diamantes y papeles viejos. Medio apenada dice “así vivimos los
artistas”.
Desde mi sitio veo el patiecito con
piso de cemento y techo de enredaderas. Un grupo afina guitarras,
calienta tambores y agita maracas. Son los “Mokekeré”,
instrumentistas de su grupo. Junto a ellos hace que sintamos a Cuba
entre sones y guarachas, nuevas o antológicas, defendidas lo mismo
en el extranjero que en el famoso rincón, donde descargó con Filo
Torres. Allí cantó por primera vez “Angelitos negros” en 1983,
en la inauguración de la peña.
Vuelve a la conversación. “El
pueblo me ha dado todos esos premios”. Mira las paredes donde
cuelga sus títulos y distinciones de Hija Distinguida e Ilustre de
la provincia. Cuenta cómo los niños de diferentes escuelas van a
cantarle el día de su cumpleaños y de los homenajes de los vecinos
cada Jornada de la Cultura. Ser la Vedette Negra de Cuba “es como
ustedes han querido llamarme”.
Su imagen habla. En la calle siempre
la han visto con el moño grande para arriba y el turbante. Así anda
desde la década del 50 por un consejo recibido en Francia de
formarse un estilo propio. Calla por minutos, como para recorrer los
años. “Pienso despedirme del arte con mucha alegría, descansar de
la vida agotada y del escenario”. Pero ni ella se lo cree porque
replica con la sonrisa noble y coqueta. En el patio la esperan para
el ensayo.
La invitación sigue en pie para
volver cualquier día y pasear por los escenarios de Europa, América
y África con la gracia de Candita, y reír con sus ocurrencias,
tomar té y despedirnos como hace ocho años con un bolero de los
buenos, de José Luis Pena, Tremendo corazón. Tremendo, Candita.
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