Mi niña
nació el 14 de febrero, por la “gracia” de un Aedes. Llegó a
mis brazos amarillita y coronada, 30 horas después de rompérseme la
fuente. Nada sospechábamos de mi fuerza en cero, del porqué quedaba
rendida entre una contracción y otra. Recuerdo al doctor Del Toro
con cara de ver en mí a alguien “demasiado” floja para aquella
prueba de mujer... hasta que agarró el caso por los cuernos, y la
trajo al mundo por parto natural.
Ya en la
sala me dolía la espalda y en dos ocasiones sentí escalofríos,
pero en la rigurosa toma de temperatura jamás el termómetro indicó
alarma febril. Todo, absolutamente todo lo achacábamos a aquellas
horas difíciles, con el consuelo de que pasaría. Aunque ambas
lucíamos bien, el alta demoró un poquito debido al color en la piel
de la pequeña.
La felicidad creció una vez en casa, pero duró poco, cuando se empezaron a notar puntos rojos en mi piel, que en pocas horas eran un rash soberano. Esa erupción suele aparecer en la última fase del dengue. La niña era inmune a la cepa, pero no podíamos estar bajo el mismo techo. Entonces sobrevinieron los peores cinco días de mi existencia.