La
Cruzada Literaria ha tejido una imagen aventurera para los que año
tras año salen al encuentro del público en el ancho Camagüey.
Con esa práctica de andar cuaderno en mano y guitarra en ristre, también ha insuflado entre los participantes el vital sentido de grupo, de gente dispuesta a llegar a cualquier lugar sin andar poniendo condiciones. Pero no todo ha sido leer y cantar.
Con esa práctica de andar cuaderno en mano y guitarra en ristre, también ha insuflado entre los participantes el vital sentido de grupo, de gente dispuesta a llegar a cualquier lugar sin andar poniendo condiciones. Pero no todo ha sido leer y cantar.
Hay
un lado audaz de este evento nacional de la Asociación Hermanos Saíz
(AHS) al que no siempre miramos: su ineludible ruta al pensamiento.
La lectura personal de esos jóvenes de diferentes provincias acerca
de su experiencia de viaje es tan interesante como el intercambio
colectivo sobre asuntos relacionados con la creación.
El
pasado miércoles, la sesión reflexiva abrió con una suerte de
clase poco común, “mayéutica por excelencia”, concordaría un
filósofo si hubiera sido testigo. Ante la situación de un panel
incompleto, por razones ajenas a la voluntad de los organizadores,
solo dos de los anunciados debieron asumir el conversatorio. De los
monólogos que suelen ser esos paneles, en los que por lo general se
conversa con los ojos sobre el papel, el de aquella mañana rompió
el protocolo y se convirtió en un espacio interactivo.
Luis
Álvarez, no por gusto reconocido por la AHS con el Premio Maestro de
Juventudes, y Mariela Pérez-Castro, fundadora de la Cruzada,
presentaron el tema con la misma rapidez con que empezaron a asegurar
las respuestas del auditorio ante sus preguntas para desentrañar el
tópico del programa “Enfrentamiento y ruptura en la poesía cubana
contemporánea”.
Allí
salieron a relucir dos posturas, una inclinada a la importancia de la
contradicción para la renovación, y otra enfilada a lo perjudicial
del rebatimiento, todo ello para caer en el tema de las generaciones,
erróneamente aplicado en concordancia con las diferencias de edades,
y no como corresponde, alrededor de un grupo con un líder artístico,
con experiencias compartidas, un profundo vínculo amistoso, la
defensa de puntos pariguales, de una estética y una proyección
cultural general, y en especial, por la voluntad del escritor. Eso
lleva a cuestionar ¿quiénes somos? ¿qué compartimos? ¿quién es
el jefe?
El
fructífero diálogo propició una cartografía atinada de ese mapa
de la poesía cubana, pendiente de un balance justo, y de verdades
tremendas como el aislamiento de la producción internacional. No
solo para la poesía el factor económico de las limitaciones
editoriales lacera la producción creativa.
Se
señaló algo medular, relacionado con los estilos de lectura. “La
importancia de la lectura es muy grande porque implica cómo leemos
el pasado. El lector elige de época en época. No es que la poesía
envejezca, sino que la recepción puede cambiar”, señalaba Luis
Álvarez, al tiempo que ejemplificaba con un molde de lector en el
(mal) gusto extendido en la población de “poesía romántica, de
modernismo ramplón”.
La
importancia de la selección personal, el señalamiento a quienes
escriben pensando en el jurado, la práctica de cuestionar las
personas y los estilos y no la validez de una propuesta, la falta de
crítica especializada, la necesidad de preguntarse adónde van los
poetas y cómo defender el espacio de la poesía... todo emergió
entre criterios diversos. Era inevitable pensar en la máxima de
Sócrates, aquel empecinado en lograr discípulos con conocimiento
propio: “Lo
mejor del arte que practico es, sin embargo, que permite saber si lo
que engendra la reflexión del joven es una apariencia engañosa o un
fruto verdadero”.
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