Llegan
con la piel arrugadita o los cachetes hinchados, y con una engañadora
flacidez. Unos nacen coronados y a otros el tiempo los habrá de
coronar. Abren los ojos sin vernos, pero caen en el regazo sabiendo
las coordenadas exactas del pecho de mamá.
Empiezan
a advertirnos como sombras, aunque han ido conformando con olores
nuestro perfil. Cuando ya notan ciertos rasgos, semejante
descubrimiento marca para los adultos el momento de encubrir. Porque
su cuerpo todo es la arcilla de moldear.
Luego
caminan, corren, brincan. Acarician, besan, aman. Gritan, refunfuñan
y regañan. Porque imitar la imagen no implica lograr pulida
semejanza. Ellos crecen para ser espejo también del mal sabor del
desamor, de las utopías confiscadas.
Blanquean
la simiente de cumpleaños a cumpleaños. La llenan de nietos y, en
lamentables casos, de reclamos. Pasa cuando comprueban que el mundo
no gira alrededor de un ombligo. Mas el cordón se corta solo una
vez, los lazos vitales, nunca.
Entonces
el ciclo se repite. Quienes fueron los pequeños siguen siéndolo a
los ojos de los padres, de los abuelos y los tíos. En cambio
emprenden el viaje a la semilla cuando abultados vientres, con marcas
de sexo o no, alimentan el presagio de los niños, los únicos que
nos mejoran lo humano y que a pura inocencia logran de nuestra
existencia cada día.
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