Entramos a Santiago de
Cuba poco después de Fidel. Las guaguas solo podían llegar hasta el
parqueo de Tropicana. A una hora de haber pasado el cortejo fúnebre
por ahí, las ondas del lugar conservaban tal magnetismo que era como
tocar al Comandante en Jefe. Un creyente en los espíritus tenía
erizada la piel. Éramos 102 con la provincia en peso, y en todos, le
aseguro, estaba completo El Camagüey.
A las tres de la tarde
iniciamos la caminata a la Plaza de la Revolución Antonio Maceo.
Dijeron que andaríamos más de un kilómetro a pie. No impactaba un
sol ardiente, pero el calor entre ascensos y descensos nos hacía
extrañar mucho las llanuras. Cuando parecía terminar la ruta,
debimos seguir de largo por un borde, rumbo a la entrada del estadio
Guillermón, entonces alguien en broma sugiere que para completar la
hazaña estábamos a un paso de “asaltar el Moncada”.
En el circunvalar los
militares no eran cordón de seguridad. A ambos lados los hallamos en
descanso, con las botas a un costado y los pies casi sin apoyar al
piso. En esos alrededores fluía la concurrencia de vecinos,
estudiantes, pobladores con el resto del Oriente que iba como
nosotros, en un flujo efervescente, cada cual con su manera de
hacerse notar.
Antes de las cuatro de la
tarde, al fin, cruzamos desde el fondo de la “Antonio Maceo”
hasta el mismísimo centro, después de 4.5 kilómetros exactos. Ser
los mirados de la plaza y en seguida los buscados producía extraña
sensación. Entre exclamaciones nos surgió El Mayor, también
himno de combates, creció el coro, y se pegó una consigna: ¡Tengo
lo que tenía que tener: un tinajón, un Agramonte y la sonrisa de
Fidel!
Camagüey no dejaba de
sellarse en aquel palpitante corazón de Cuba, delante de la cortina
de machetes con el Titán, ventana en bronce a las montañas de la
heroicidad, imagen apacible de la Sierra de lo irredento. De esa
contemplación del lienzo vivo de las rebeldías, que en una zona del
cielo esa tarde la Naturaleza también pintó un arcoíris, volví al
grupo por el desahogo de una voz. Dionil quiso compartir su poema.
Esta profesora de la escuela de Economía, antes de abrazarme dijo su
porqué: “Este es el grupo que se siente”.
Nos habíamos situado en
círculo, al abrigo de pancartas, imágenes de Fidel, la Enseña
Nacional y las banderas de la AHS y la FEU, las tres izadas en brazos
de jóvenes. Al extremo de mi diámetro descubrí a otra santiaguera.
Virginia pasó horas allí con su insignia.
Para la parte superior de
una varilla logró un corazón rojo de poliespuma, coronado con
rayitos dorados, y al que le pegó recortes del Sierra Maestra,
el periódico local donde con letra pequeñita publicaron dos poemas,
uno hecho plegaria desde el título, “Protégeme al Comandante”,
y que termina: Virgen de la Caridad/ protégeme la ciudad,/
protégeme a mí o a aquel/protege a Raúl también. Esta
enfermera se me deshizo en llanto y me preocupó cuando supe de su
peritaje por infarto. Tremendo temple. Tremendo.
Ya faltaba media hora
para el inicio del acto de masas, dos hombres se topan cerca de
nosotros. Uno pregunta: “¿Hay algún grupo como este? No ha
parado”. El amigo responde: “Ninguno. Es Camagüey. Son duros”.
A los pocos minutos, un
viejo conocido que en sus tiempos dirigió la santiaguera Casa del
Joven Creador, hacía fotos entre la gente y en sus enfoques
descubrió al colega de entonces, ahora presidente de la filial
agramontina de la AHS. En la efusividad del saludo, Tití contó su
vivencia: “Hoy se me parqueó alante. Me desbarató. Hay una
vibración…”
Tití se refería al
féretro, esa cajita de cedro bajo urna de cristal que electrizó la
nación. Sentí mi espasmo de las 7:10, la noche que llegó entre
luces blancas de celulares para entrar a la Plaza de la Revolución
de Camagüey. No se me olvida Jorge Luis, el topógrafo que aún de
día guardó en su bolsillo el naylon de algún bocadito, con el que
el viento jugaba sobre el asfalto. Volví a escuchar la voz lánguida
de la octogenaria Bertha, ama de llaves de los jefes de Planta
Mecánica, con un deseo bañado en lágrimas: “Que esta juventud lo
siga”. Tampoco a Andy, de 11 años, envuelto en la Bandera, quien
me describió su sensación como “algo grande”, ni al Mayor
Nelson con la emoción traducida en escalofríos.
Esa fascinación también
estaba en Santiago, en el vaivén de energías en el monumento donde
seguía irradiando el magnetismo. Pero de todas las señales, la
mayor prueba de que Fidel ha estado escuchándonos siempre llegó en
la voz de su hermano: Raúl nos lustró el sano orgullo. En medio de
su desgarramiento volvió una y otra vez con acento a El Camagüey.
Conexión directa a los 102 con la provincia en peso, signos del azar
concurrente, eclosión de los misterios que nos acompañan.
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