Las
planificaciones no vienen muy bien con el periodismo. La imprevisible
muerte de un hombre saludable me lo acaba de confirmar. Rodolfo
Santiago se ha llevado a la tumba las grandes historias de su vida,
que pronto me iba a contar.
Unas
semanas atrás, bajo centelleante sol, llegó a la casa por mi libro. Cuando se enteró por televisión, le entraron unas
ganas enormes de leerlo, y de decirme cuánto lo podían enriquecer las vivencias de su barrio.
Con
orgullo mencionó la época en que fue anfitrión de Nicolás
Guillén, el Poeta Nacional de Cuba. El bardo prefería ir a su
hogar, en la plazoleta de Rosa la Bayamesa, para celebrar su
cumpleaños con ajiaco en plato de barro y un tinajón lleno de
Tínimas frías.
Me
habló de cuando muchacho fue “apresado” en un asilo de niños,
por romper, sin querer, un cristal del carro de una señorona,
mientras jugaba con su tiradera. Años después devino reconocido
combatiente revolucionario.
A
Santiago le debo la imagen de una flor lila, aderezo en el corazón
de una rotonda que aun me conduce, como si tuviera nueve años de
edad, a las aguas de Varadero, al baño límpido de la amistad con su
familia. Él lideraba allá un contingente de la construcción.
Ahora
pasaba los 70 y estaba solo, desde que perdió a Rosita, su
compañera, su mediadora en los lamentables conflictos de la casa. Pero andaba erguido en su altivez, a pesar del desdén
de cierta descendencia.
Creía
vivo a Rodolfo Santiago hasta ayer, pero me lo rectificó una prima
suya, que le tenía muy contento por estudiar periodismo. También se
lamentaba porque solo una semana después supo de la muerte por infarto.
A
ella le había hablado de mí, cuando le prestó el libro que con
todo el cariño del mundo, le acababa de autografiar este septiembre.